Noches cortas, días largos

"La fuerza más fuerte de todas es un corazón inocente." Víctor Hugo

Odio el verano en el que te conocí.
Odio que fuera tan especial. Caluroso cuando salía el sol y un pelín fresco cuando nos sentábamos en la terraza a charlar. ¿Te acuerdas? Yo llevaba esas sandalias de color naranja que tanto te gustaban. Las mismas que llevé cuando fuimos al bosque de las Mil Sonrisas, cuando paseamos con las bicicletas. Te acababas de cortar el pelo y tu rostro no paraba de gritar que eras un quinceañero, con el alma a cuestas como bandera y el corazón en ristre.
No recuerdo en qué bar coincidimos, ni qué razón fue la que te hizo acercarte e invitarme a un helado. De fresa y nata, ¡cómo para olvidarlo! Ese helado se había derretido en tu labio inferior, como cada sonrisa que me dedicabas.
Odio que fueras tan amable conmigo, que me dieras tu mano cada vez que quería bajar las escaleras. Que no te rieras cuando me caía y que me escucharas cada vez que abría la boca. Eras odiosamente perfecto, endiabladamente mortal. El verano te acompañaba e hicisteis que me enamorara de vosotros.
También odio los lunares de tu espalda, los que me sabía de memoria de tantas veces que los contaba en nuestros días de playa. Tu cuello y tus marfileños dientes. La manera en la que se te erizaba la piel cuando entrabas en el agua. El olor de la salitre cuando nos abrazábamos. Tus ojos y tu pelo lleno de arena. Tus manos cuando se hundían en ella. Los encontronazos de nuestros labios, tímidos y con sabor a sal, debajo de ese puente.
Odio ese verano, el verano del ochenta. Lo odio porque no te encontré el año siguiente en la misma playa. Supongo que te convertirías en director de empresa y que ya no regalabas rosas a la luz de la luna. También me di cuenta de que no volviste a aparecer, porque tu mejor amiga te pidió que te casaras con ella. También quiso que tus hijos fueran a la universidad más cara y que eligieras el color de las cortinas. Ya tus sonrisas nunca más volvieron a saber a mar.